Los registros historiográficos nos señalan que hace veintiséis siglos ya se practicaba algo parecido a la actuación actoral. En las dionisias griegas, algunos participantes se disfrazaban para dar vida a personajes ficticios. Aunque se trataba de un ritual religioso, se podría contar como la primera referencia teatral de la que hay constancia. No sabemos si lo hacían guionizados o simplemente se dejaban llevar por la improvisación, pero, de un modo u otro, ese juego de transfiguración podría ser la base o los cimientos de la interpretación.
Tampoco sabemos si ese proceso actoral se hacía regido o estipulado por algún método o norma, algo probable pues nos han llegado escritos aristotélicos que definen la estructura narrativa para la dramatización.
De la misma manera, no hay constancia documental de qué rituales acompañaban, siglos o milenios antes, a las pinturas rupestres. Podemos imaginar y suponer que esa representación pictórica se complementaba con un ejercicio de mímica o de algún tipo de expresión corporal.
De un modo u otro, tanto las ceremonias en honor a Dionisos, como la puesta en escena de las cacerías de los decorados rupestres, debían ser una especie de juego. Y así se le sigue llamando en francés o en inglés, jouer o play, a lo que en castellano definimos como interpretar. Y esa manera de realizar dicha interpretación, de desarrollar ese juego, se ha configurado y definido a través de teorías y métodos que han saltado desde los escenarios teatrales a los platós y sets cinematográficos. Aunque en realidad son casi maneras opuestas o por lo menos muy distanciadas al modo de ejecutarse ante el público directo del teatro o pasivo del cine, sí beben del mismo concepto formal.
Fue Stanislavski en la modernidad el que sentó la más famosa de esas bases conceptuales y, a partir de ahí, han sido muchos, los que teniéndolo como referente han guiado al actor en su pseudo metamorfosis hacia el personaje. Strasberg reformuló a Stanislavski y con su famoso Actors Studio de Nueva York, aunque sin proponérselo, abrió el camino de ese método interpretativo desde el teatro hacia el cine.
Marilyn Monroe fue la primera en llevar la técnica de Strasberg a Hollywood, seguida rápidamente por otras estrellas del celuloide como Paul Newman. En ese sentido, los métodos de dirección de actores también se adaptaron a la modernidad interpretativa, ya no servía que simplemente se limitasen a interpretar el guion, los actores cada vez más se preocupaban por dar profundidad a sus personajes. Afirmaciones como “Cuando un actor me viene diciendo que quiere discutir su personaje, yo le digo: «Está en el guion». Si él me dice: «pero, ¿cuál es mi motivación?», yo le digo: «tu sueldo»” expresada por Hitchcock se alejaban de la tendencia contemporánea y dejaban a la vieja escuela en un rincón cada vez más marginal.
Las teorías del Actors Studio, evolucionadas a través de discípulos como Meisner o Layton, llevaron a los actores a una búsqueda interna de los estímulos para reflejarlos en acciones interpretativas. La actuación motivada por sentimientos y reflejos consiguió en consecuencia definir el modus operandi también de los directores, convirtiéndolos en los buscadores de esas reacciones.
No obstante, la continua evolución actoral muestra una necesidad de espontaneidad, cada vez más patente también en la demanda de los realizadores actuales. De ese modo, acertadamente, se intenta depurar cada uno de los métodos del siglo pasado para conseguir esa naturalidad necesaria ante el crítico y cercano objetivo de la cámara, que no permite la más mínima vacilación escénica.
Esa deconstrucción hacia la realidad de los sentimientos se plasma de una manera muy oportuna en el trabajo de Judith Weston, ella ha plasmado por escrito la tendencia cada vez más impuesta por los jóvenes directores cinematográficos, la denominada dirección por resultado, que se aleja en cierto modo de las imposiciones emocionales de los otros métodos, para perseguir la inmediatez de la reacción y la espontaneidad, buscadas por acciones y no por sentimientos. Esta técnica favorece el resultado actoral con un mínimo esfuerzo emotivo, trasladando las sensaciones buscadas hacia el público a través de la sutileza visual.
El actor con un ligero temblor de mano, con un mínimo movimiento de ceja, con una errática vacilación en su voz, transmite más que con un grito o un atronador llanto.
La dirección por resultado saca a flote una realidad desmontada y armada después con sentido a través del montaje, controlada en cada momento por la batuta del director, que en este caso se arma como único conocedor de la continuidad emocional del personaje, liberando del esfuerzo al actor y dándole así una relajación necesaria para favorecer su interpretación.
Juanra Fernández